No ganó Milei. Perdió “la casta”


Jóvenes argentinos en un acto de campaña de Javier Milei.JUAN IGNACIO RONCORONI (EFE)

El mundo político se está preguntando cómo es posible que haya ganado, y por goleada, las elecciones en la culta Argentina el candidato apodado en la escuela secundaria como El Loco y calificado como “extravagante”, “iconoclasta”, “provocador”, que pedía consejos a su perro muerto y que gritaba “!Viva la libertad, carajo!”.

Sin duda a partir de ahora se multiplicarán los análisis y las conjeturas. Se hurgará de nuevo en la biografía y en el itinerario político del triunfador que ha vencido al Goliat del peronismo que parecía inmortal.

Aunque no disponemos todavía de todos los datos, todo hace pensar que por Milei votaron en masa los jóvenes, esos que por naturaleza aman la ruptura, lo nuevo, sea bueno o malo. Los jóvenes buscan lo novedoso, lo diferente. Lo es hoy y lo fue siempre. A ellos les fascina la libertad. El joven es iconoclasta y extremista. Lo explicó ya Freud con el complejo de Edipo.

El gran equivoco de la política de hoy, la mundial, es el haber arrinconado a los jóvenes poblándose de veteranos que se resisten a dejar el sillón a las nuevas generaciones. Son los jóvenes quienes mejor asimilan, por ejemplo, la novedad de las tecnologías, por eso aman las novedades digitales.

Los jóvenes aman la libertad por esencia. También en el trabajo. Ya no quieren, como sus padres en el pasado, transcurrir toda la vida trabajando en lo mismo. Les gusta cambiar. Tener su propia empresa. Ser libres para escoger.

Y hoy, si está en crisis la democracia en el mundo y ganan los extremistas es porque existe un cansancio de lo que Milei supo muy bien definir como “la casta”. Una casta política que se perpetúa, de padres a hijos, como en las monarquías. Los veteranos no les dejan espacio a los jóvenes y cuando los incluyen en la política es para contagiarles y perpetuarles con sus viejos defectos. Tienen que aceptar la casta.

En Brasil la clase política fue muy bien definida como “el mecanismo”, en el que si entras ya no sales. O lo aceptas y te corrompes con él o te expulsan. De ahí que esos jóvenes que llamamos rebeldes, que no se conforman con imitar a los mayores, que necesitan inventar ellos su propia vida, corran el peligro de convertir en ídolos aquellos a quienes los mayores llamamos excéntricos o locos.

No que los jóvenes sean en política mejores ni peores que los veteranos. Cierto tienen menos experiencia y son más inconformistas. Lo llevan en sus venas. Y ello no es una novedad. Los líderes a quienes los jóvenes han venerado fueron iconoclastas, rebeldes. Y eso en todo. El adagio popular según los cuales el ser humano nace incendiario y muere bombero lo expresa muy bien.

En política como en religión a los jóvenes les han fascinado sobre todo los extremos. Por eso pueden llegar a ser hasta más violentos que los adultos. ¿Por qué les gustan tanto las películas con sangre, los juegos de terror?

Los mayores sabemos hoy quién fue realmente el mítico Che Guevara, con sus idealismos y también con su carga de violencia y crueldad. Y, sin embargo, para millones de jóvenes representó un nuevo dios en la tierra. Lo veneraron como a un santo.

En el otro campo, el religioso, que tanto ha configurado a la humanidad, basta recordar que, por ejemplo, la figura del judío Jesús de Nazaret, fundador del cristianismo nacido de las entrañas del judaísmo, no fue el dulce cordero que cierta piedad religiosa ha plasmado. Fue un iconoclasta con la casta política y religiosa de su tiempo. Revolucionó y escandalizó con sus críticas al poder tirano del rey Herodes, al que desafió y llegó a llamarle “zorra”.

En la entraña del cristianismo anida la rebeldía. No es una religión del conformismo. “Sed fríos o calientes, porque si sois tibios os vomitaré de mi boca”, reza la Biblia. Y también el judío que revolucionó su propia religión animaba a ser “astutos como las serpientes”.

Jesús, el manso para los devotos, fue el joven capaz de escandalizar en su tiempo con su revolución a favor de la mujer, hasta de las prostitutas. Fue capaz, sabiendo que se jugaba la vida, como así fue, cuando en un gesto de rebeldía contra la casta sacerdotal que explotaba a los más pobres, echó patas arriba las mesas de los cambistas dentro del Templo sagrado de los judíos.

Lo crucificaron joven porque desafió a las castas religiosas y políticas. Más tarde, cuando el cristianismo primitivo y revolucionario empezó a aburguesarse y a ser más la Iglesia de los privilegiados que de los abandonados en las cunetas de la vida, cuando empezó a masculinizarse y a arrinconar a la mujer relegándola a objeto de pecado, perdió su encanto y perdió a los jóvenes.

No, por favor, no estoy loco como para comparar a Milei y su triunfo inesperado con los grandes líderes políticos y religiosos mundiales adorados por los jóvenes. Pero quizás descubramos que esta vez en Argentina hayan sido sobre todo esos jóvenes y las mujeres, siempre las cenicientas en la política de la casta, quienes hayan preferido al pseudo-revolucionario, Milei, al clásico Massa, hijo de la casta, pulcro, tranquilo, sin sorpresas y sin esperanzas de revolucionar la gastada, cansada y corrupta democracia de hoy.

Hay en los evangelios cristianos un pasaje interesante que cobra hoy actualidad en la política. El intelectual fariseo Nicodemo estaba intrigado con la fascinación que le creaba el desarrapado profeta Jesús, siempre rodeado de analfabetos y desheredados del poder, lo que llamamos hoy la ralea.

Al intelectual y culto Nicodemo llegó a intrigarle aquel Jesús iconoclasta que se divertía con las paradojas y escandalizaba cuando maldijo a una higuera que estaba sin fruto aunque no era tiempo de higos. Tanto le intrigaba aquel joven revolucionario que pidió encontrarse con él, pero de noche, a escondidas.

Jesús desbarató al intelectual cuando le dijo que lo que necesitaba era volver al vientre de su madre para poder renacer. Era una provocación. Era decirle que necesitaba revisar su vida, olvidarse de pertenecer a una casta que se resistía a cambiar, a superarse, a abrir los ojos, a entender que de alguna forma la religión, política y sus valores democráticos y de justicia social necesitan renacer o están llamados a morir.

Quizás la sorpresa de las elecciones argentinas haya sido un aldabonazo que resonará en todo el mundo, que obligará a la vieja academia intelectual, a la ya cansada política burocratizada y corrompida y al descarrilado tren de la democracia a volver a sus orígenes. Y eso les guste o no.

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