Meditación grancolombiana por la muerte de Malcolm Deas


Tratándose de Colombia, una acendrada superstición historicista ofusca el juicio de muchos de mis compatriotas, incluso de los más educados que conozco. Es un innoble residuo del embrutecedor culto a Bolívar.

Uno de sus elementos, acaso el más irreductible y dañino de los mitos de origen que emanan del venenoso culto a Bolívar, narra la discordia de dos naciones geográficamente vecinas que fueron hermanadas por la guerra durante una Edad Heroica hasta que la traición de una de ellas las separó en 1830. Adivine usted cuál de las dos patrias fue la pérfida.

De allí el hosco recelo y una como resentida perplejidad con que muchos venezolanos, incluso quienes más aborrecen el mostrenco bolivarianismo “socialista” fundado por Chávez, se expresan hoy de la indiscutible solidez de las instituciones colombianas, la alternabilidad de su régimen presidencial, del papel civilista de su periodismo y su academia.

Hace poco, un paisano y contemporáneo mío, exilado en Vermont, alguien que en 40 años no había vuelto a visitar Colombia, tras sorprenderse de que el ascenso de Petro al poder no haya significado —al menos todavía— la catástrofe política y social que para nosotros sigue siendo el chavismo, experimentó un desfallecimiento de la ya proverbial, infatuada, zafia echonería veneca. “¿Cómo lo han hecho?”, exclamó, admirado. Sospecho que estuvo a punto de decir: “¿cómo lo han hecho sin nosotros?”, pero una reserva de humildad se lo impidió.

Supe llegado el momento de hablarle de Malcolm Deas y su admirable obra, de allegarlo a las verdades sobre nuestras dos patrias que brinda la fascinante virtud persuasiva que hay en toda su extensa producción.

Aunque mayormente dedicada a la historia de Colombia, un trecho que cubre más de dos siglos, en muchos momentos esa obra discurre sabiamente por comparación con el resto de las naciones andinas. Y aun en casos que en nada atañen a Venezuela, el efecto es una nada complaciente revisión de los tópicos que hemos aceptado durante generaciones, sin mayor examen.

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Tal le ocurrió a mi amigo luego de leer Del poder y la gramática (Bogotá, 1993), piedra de toque para quien quiera iniciarse en el hechizo del poderoso método Deas. En esta obra, Deas examina un hecho sorprendente y sugestivo: la preponderancia que tuvieron gramáticos y lexicógrafos, tanto conservadores como liberales, en el ejercicio de la presidencia de Colombia durante la segunda mitad del siglo XIX y buena parte del XX.

Esta singularísima conjunción llevó a seis presidentes de la república a escribir, cada uno de ellos, obras especializadas con títulos tales como Diccionario abreviado de galicismos, provincialismos y correcciones de lenguaje.

Concebido y redactado en prisión por el caudillo liberal Rafael Uribe Uribe, ambicioso guerrero que murió asesinado en 1914, todo sugiere que nuestro hombre buscaba contrarrestar el aplastante prestigio filológico de los conservadores: el dominio de la gramática y otros misterios de la lengua fueron componentes de mucho peso en la hegemonía conservadora que duró desde 1885 a 1930.

“¡Nada que ver con el platanal montonero que fue nuestro siglo XIX!”, comentó mi amigo cuando volvimos a vernos. Capaz de extraer de la literatura observaciones muy agudas y entablar entre ellas y la historia asociaciones de gran poder explicativo en lo social y lo político, Deas bromeaba, sin duda, al decir que en Oxford, de joven, solo le habían enseñado a reseñar libros.

Las reflexiones que sobre la violencia en Colombia despertaron en él, por ejemplo, la lectura de Líbranos del bien (Bogotá, 2008), de Alonso Sánchez Baute, se convierten en una modélica reseña de una magnífica novela que “seguirá siendo lectura dentro de 50 años”.

Durante el receso entre la primera y segunda vuelta electoral de 2022, entrevisté a Deas sobre temas de la actualidad colombiana. Lo hice hablar sobre su último libro hasta entonces: Barco: vida y sucesos de un presidente crucial, y del violento mundo que enfrentó. (Bogotá, 2019).

Virgilio Barco (1921-1997) fue presidente de Colombia entre 1986 y 1990, y la verdad no es tenido en mucho por quienes tratan de política contemporánea local: se le considera un anodino tecnócrata que fue sorprendido y sobrepasado por la narcoviolencia.

“Me intrigó siempre el desinterés de los comentaristas por los hombres como él”, me dijo entonces. “Han preferido, más bien, ocuparse de la retórica edificante y el conflicto armado. Yo no busqué presentar a un sujeto espectacular. Encontré que a Barco no le interesaba alterar el sistema político, ni figurar malgastándose en luchas ideológicas, ganando fútiles discusiones académicas: era un reformador nato, muy activo y callado. Sin embargo, resistió la embestida más sorpresiva y dura de los narcos”.

“No era en absoluto un liberal ingenuo, negado por sus principios al uso de la fuerza. Los recursos de la presidencia en aquel tiempo eran pocos y muy débiles. Pese a ello, atendió con mucho acierto los complejos problemas técnicos, detectivescos casi, de la inteligencia militar y las finanzas de la fuerza pública y, al cabo, fue él quien prevaleció”.

Su respuesta es congruente con la sobriedad y sosiego de la mirada que Deas tiende sobre su universo temático. La misma que rige el examen de la violencia colombiana y, tan importante para él, la copiosa teorización sobre la inevitabilidad de esta violencia que llegó a convertirse en los años 80 del siglo pasado en rubro de exportación académica.

Deas vislumbraba ya su propio fin cuando acometió el último de sus grandes ensayos, Los colombianos. Éste se lee como una summa de su método, a la vez digresivo y sumamente analítico: Malcolm Deas hizo un género en sí mismo de la nota al pie, profusa y erudita, llena ironía y humor, siempre ceñida a los asuntos del “texto-nodriza”.

No he leído nada semejante a este iluminador y agradecido legado que Malcolm Deas deja a la gran nación que, también generosamente, acogió como hijo suyo a un talento insuperable de la historiografía contemporánea latinoamericana.

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