Los matones, la inquilina y el marco


Hay tuits que en apenas un par de frases resumen decenas de libros de teoría política. Hace unos meses, @InternetHippo tuiteó que la nueva moda de la derecha consiste en describir crímenes de la forma más genérica posible para que no parezcan delitos: “Acusan a alguien de conspiración y gritan: ‘¡Así que ahora es ilegal hacer planes con amigos!”. Esta cuenta ha recuperado su propia publicación después de que un senador tuiteara que la justicia estadounidense ha procesado a Trump “por decir cosas ‘malas” y no por intentar torpedear los resultados de las elecciones de 2020. De hecho, esta es la línea de defensa de los abogados de Trump: afirmar que el entonces presidente era sincero cuando decía que había ganado y, por tanto, estaba ejerciendo su derecho a expresarse en libertad.

El tuit del senador me ha recordado lo que explica el lingüista George Lakoff en su libro No pienses en un elefante. En política, y no solo en política, se escogen unas palabras y metáforas, y no otras, con el objetivo de aprovechar el sesgo de marco o de encuadre, que nos lleva a extraer conclusiones diferentes según cómo se presenten los datos. No todo consiste en maquillar acciones horribles para que parezcan de lo más normales. También se puede hacer lo contrario: llevar a los debates públicos la peor versión de los hechos, como cuando se califica al impuesto de sucesiones de “impuesto a la muerte”, o, siguiendo con impuestos (se ha hablado bastante de la cuestión en Twitter), como cuando alguien dice que el Estado “nos quita” o “nos roba” ese dinero, sin tener en cuenta que sirve para financiar servicios públicos imprescindibles.

Lakoff explica que ser conscientes de marcos y valores también puede ayudarnos a dialogar y a entendernos con personas que piensan diferente. Por ejemplo, si hablamos de este mismo asunto con alguien más conservador, él recomienda apuntar que el pago de impuestos “es patriótico”, ya que supone apreciar y valorar lo que hacemos todos en común.

Hemos visto otro ejemplo, más doloroso y reciente, a raíz de los reportajes de Elena Reina en este periódico sobre el intento de desalojo ilegal de una señora de 67 años en Madrid. Esta inquilina no ha podido hacer frente a la subida del alquiler después de una baja, un cáncer y una depresión que han terminado en una invalidez permanente. En Twitter, muchos insistían en que la vecina es una okupa y, por tanto, la propietaria tenía derecho a contratar los servicios de unos matones para amenazarla y atemorizarla. Algunos comentaban el vídeo y, al estilo del senador estadounidense, aseguraban que no había para tanto, que estos matones solo hablaron un rato y luego se fueron.

En este caso, la palabra mágica, el marco que algunos intentan colocar, es “okupa”: con la etiqueta se pretende meter a esta señora en el grupo de esos delincuentes que esperan escondidos en el portal a que bajemos a comprar el pan para instalarse en nuestra casa. Sin embargo, esta vecina ni siquiera lo es: no se instaló en su piso sin permiso de nadie, lo que sería un delito de usurpación, sino que tiene un contrato y unas obligaciones a las que no puede hacer frente.

Quizás deberíamos hacer caso a Lakoff y buscar un espacio común entre los marcos que todos intentamos imponer. Ese espacio podría estar en el respeto a la ley: es probable que la legislación sea mejorable, es seguro que en España hay un problema grave con la vivienda y está claro que faltan soluciones públicas y sociales. Pero lo que no puede hacer ningún propietario es enviar a matones a acosar y a soltar amenazas, y menos con el consentimiento de la policía. Si la inquilina tiene que dejar la que aún es su residencia, lo hará por orden de un juez y no de cuatro energúmenos. Los matones, mejor que se desokupen a sí mismos y se busquen otro pasatiempo.





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