Lo que puede hacer Galán


La victoria de Carlos Fernando Galán me parece una buena noticia, pero no sólo por las razones que ya se han dicho en todas partes. Diré, primero que todo, que nada define tanto a un político como la manera de perder. Galán había perdido dos veces. Pero en lugar de sentirse ungido con un misterioso derecho a la victoria, aunque sólo fuera por pura terquedad; en lugar de convencerse de que hay una conspiración de oscuras fuerzas sociales en su contra, y creer entonces que el fin justifica los medios para vencerlas; en lugar de ajustar su manera de hacer política a los vicios con los que otros parecían tener mejor éxito, y sentirse entonces autorizado a esas pequeñas indecencias que para otros son normales, Galán ha seguido en lo suyo. Se ha negado a enfrentar a los electores entre sí, a polarizar y envenenar la convivencia, a quemar a sus oponentes; ha rechazado las maneras más rentables de hacer política en Colombia: la crispación, la descalificación, la calumnia. Pero a mí no me queda ingenuidad suficiente para creer que los bogotanos votaron sólo por eso. No: al ciudadano medio lo siguen convenciendo, por regla general, los insultos, el abaratamiento del debate y el ataque ad hominem. Galán renunció a todo eso y sin embargo ganó. Y eso me parece una buena noticia.

Pero la cosa no acaba ahí, por supuesto. Sí, a mí también me gustaría pensar que los bogotanos votaron por un reformista, un moderado, un político que ha desdeñado las formas más atrabiliarias con que se entiende el ejercicio de la política. Pero la verdad es que sólo una parte votó por eso. Muchos votaron, como suele ocurrir en la Alcaldía de Bogotá, para castigar al presidente de Colombia: a su partido, a su Gobierno o a todo eso junto y confundido. Y no puedo decir que no los entienda, por supuesto, porque la presidencia de Petro ha sido un inventario de despropósitos incomprensibles para cualquiera que no esté vacunado por la ideología, y nos ha puesto frente una crisis de seguridad pública como no se había visto en décadas, una serie de catástrofes diplomáticas que le hacen daño al país y que no eran inevitables, y una sensación generalizada de que se está desperdiciando una oportunidad irrepetible para la izquierda democrática. Para muchos, entre los que me cuento, no hay peor escenario para la democracia colombiana que una llegada al poder de nuestra derecha radical. En cierto sentido ―la política funciona por caminos extraños―, la victoria de Galán puede ser un antídoto contra esa perspectiva indeseable.

Esta victoria viene de muchos votos distintos, y eso es bueno: hacía mucho que los bogotanos no nos poníamos tan de acuerdo en algo. Pero viene en parte del voto de los desencantados, no a nivel bogotano, sino nacional: los que esperaban del Gobierno de Petro una cosa distinta. ¿Y por qué no iba a ser así? ¿Por qué no iba a ser así, si este Gobierno de izquierda no ha sabido llevar a la realidad la promesa de los acuerdos de 2016? ¿Por qué no iba a ser así, si este Gobierno de izquierda le abre los brazos a un pastor homofóbico y antiabortista? ¿Por qué no iba a ser así, si al que se jacta de correr la línea ética se lo premia con consulados? El Pacto Histórico es un extraño batiburrillo: por un lado están algunas de las personas más valiosas que ha dado nuestra política en los últimos tiempos; por el otro, los sectarios, los deshonestos y los corruptos de los que no conseguimos liberarnos, porque en un mundo político como el nuestro la trampa es lo único verdaderamente democrático. Pero más allá de todas estas quejas, que acaso pertenezcan a un artículo distinto, la victoria de Galán me deja cierta claridad sobre un asunto: la única manera de que el Gobierno nacional se equivocara más, el único error más grave que los que lo condujeron a la debacle bogotana del domingo, sería ceder a los peores impulsos de sus radicales y montarle al nuevo alcalde una campaña de sabotaje, o de entorpecimiento, o de palos en las ruedas. En su relación con la nueva Alcaldía bogotana, Petro podría demostrar el sentido de Estado que a veces ha tenido. Veremos qué le dictan sus mejores voces; yo, por lo pronto, no me hago ilusiones.

¿Puedo permitirme, sin embargo, un breve momento de optimismo? Galán me parece haber abierto con su victoria un lugar de encuentro, de conciliación y de sentido común, y saben los dioses que eso no abunda en nuestro país ideologizado y retórico, tan propenso a dejarse seducir por el pensamiento mágico. Su discurso del domingo fue un conjunto de palabras justas y bien montadas, pero más importante aún que lo dicho, me parece a mí, fue la sensación sobreviniente de que Galán no se acaba en su discurso. Su campaña fue casi inverosímil por la cantidad de propuestas concretas, bien estudiadas, que puso sobre la mesa. Es muy posible que los colombianos, viéndolo enfrentarse a ese monstruo indomable de la ciudad, caigan por fin en la cuenta de que no se gobierna a punta de palabra. Hay que saber hacer: y no es suficiente ―nunca lo ha sido― el verbo exaltado. El secreto mejor guardado de la política colombiana es que gobernar es difícil. No basta con buenas ideas, ni siquiera con ideas geniales: se necesita conocimiento real y concreto, no intuiciones ni mucho menos intenciones; se necesita una inmensa capacidad de trabajo, talento para ejecutar, disciplina y orden mental, clarividencia para separar lo esencial de lo accesorio, y ayuda, mucha ayuda.

Galán tiene un enorme reto: su Alcaldía puede revivir definitivamente un movimiento político que trajo una breve esperanza a este país donde la desesperanza es una manera de existir. Lo más importante de este nuevo Nuevo Liberalismo será convencer a los escépticos de que los mejores hombres políticos no son los antipolíticos; demostrar que, al contrario de lo que dice el atajo mental de la pereza, la política puede salir bien cuando la practican quienes la conocen. Galán puede echar por tierra el lugar común, tan bobo y además tan dañino, de que basta con venir de fuera para ser mejor político, de que los outsiders son más genuinos y por lo tanto mejores que los políticos de estirpe. Si le salen bien las cosas, puede enterrar los populismos, revivir un partido que entusiasme a los ciudadanos y, de paso, devolverle al centro progresista, e incluso a la mejor socialdemocracia, un lugar entre nosotros. Y no he ni siquiera comenzado a hablar de lo de verdad: la política entendida como el arte de mejorar la vida de la gente. Sí, todo eso es posible. Aunque no sea fácil. Pero eso Galán ya lo sabe.

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