Las guerras no se ganan con economía de tiempos de paz


En lo político, el G-7 y países de ideas afines se han puesto en pie de guerra para detener la agresión rusa. El presidente ruso, Vladímir Putin, violó el principio más fundamental del derecho internacional al lanzar un ataque no provocado contra otro miembro de Naciones Unidas (una institución creada explícitamente para evitar esa clase de agresiones). Los peligros de buscar un apaciguamiento deberían ser obvios. Basta un mínimo de empatía para estremecernos de horror ante la mera idea de tener que vivir bajo el mandato de Putin.

Esta guerra es peculiar. Putin ha descrito su proyecto como una confrontación con todo Occidente, pero los que combaten y soportan todo el peso de los ataques rusos contra la población civil y la infraestructura civil son los ucranios. Europa y Estados Unidos han provisto ayuda económica y militar, y el resto del mundo sufre las consecuencias de la guerra, que incluyen un encarecimiento de la energía y de los alimentos. Pero es un error pensar que la guerra puede ganarse con una economía de tiempos de paz. Ningún país ha salido airoso jamás de una guerra importante por obra del mercado, ya que este es demasiado lento para la clase de grandes cambios estructurales que se necesitan. Por eso Estados Unidos tiene una Ley de Producción para la Defensa, aprobada en 1950 y a la que se apeló hace poco en la guerra contra la covid-19, y luego para resolver una grave escasez de leche de fórmula.

Un resultado inevitable de las guerras es que haya escaseces y que algunos obtengan ganancias inesperadas en detrimento de otros. Lo usual a lo largo de la historia ha sido que a quienes sacan provecho de una guerra se los ejecutara. Pero hoy, la nómina incluye a muchos productores y operadores de energía que, en vez de ir al cadalso, deberían pagar un impuesto por esas ganancias con las que no contaban. La Unión Europea ha propuesto una medida de esa naturaleza, pero llegaría demasiado tarde y sería demasiado débil y acotada en relación con el desafío que enfrentamos. Del mismo modo, si bien varios miembros del Congreso de Estados Unidos han presentado proyectos de ley para gravar los superbeneficios de las grandes petroleras, hasta ahora la Administración de Biden no ha hecho avances en esa dirección.

Es comprensible, dado que el presidente de EE UU ha estado atareado buscando apoyo para logros emblemáticos como la Ley para la Reducción de la Inflación y la Ley sobre Chips. Además, en su búsqueda de obtener cooperación del sector privado para limitar los aumentos de precios, ha debido hacer grandes esfuerzos para no parecer antiempresa. Pero gravar las ganancias caídas del cielo y usar lo recaudado para financiar los gastos bélicos necesarios y dar apoyo a los perjudicados por los altos precios no es ser contrario a las empresas; es gestión responsable en tiempos de guerra, necesaria para mantener el apoyo popular al esfuerzo bélico. Tales impuestos temporales no dañan ni la inversión ni el empleo, y no hay nada de injusto en gravar ganancias excepcionales que las empresas no han hecho nada por merecer. Además, en términos más generales, los impuestos a las ganancias corporativas no causan una gran distorsión, porque los costes, incluido el capital, son deducibles.

Medidas más ambiciosas se necesitan en Europa, donde en su forma actual, el mercado de la electricidad no es apto para tiempos de guerra, ya que sigue el principio de fijación de precios según el coste marginal. Es decir, el precio de la electricidad depende de la fuente de producción más costosa que haya que emplear para satisfacer la demanda en un momento dado. Al dispararse los precios del gas, el coste marginal aumentó muy por encima del coste promedio (las fuentes de energías renovables, por poner un ejemplo, siguen costando casi lo mismo).

Es así como muchos proveedores de electricidad de bajo coste están haciendo su agosto, lo mismo que los operadores que compraron energía a los precios más bajos de antes de la guerra. Mientras estos participantes del mercado se embolsan miles de millones de euros en ganancias, las facturas de electricidad para los consumidores se están disparando. En Noruega, un país con enormes reservas de gas y petróleo, además de gran capacidad para la generación hídrica, el precio de la electricidad ha llegado casi a duplicarse.

En tanto, las familias y pequeñas empresas están contra las cuerdas, e incluso compañías importantes han quebrado. El mes pasado, Alemania nacionalizó Uniper (una gran empresa que provee un tercio del gas del país), lo que en la práctica supone socializar sus enormes pérdidas. Se ha dejado de lado el principio europeo de no dar asistencia estatal a empresas, y la principal causa ha sido que los responsables políticos europeos no actuaron con la rapidez suficiente para cambiar una estructura de mercado que no está pensada para tiempos de guerra.

Los economistas son entusiastas de la fijación de precios según el coste marginal, porque provee incentivos adecuados y porque sus consecuencias distributivas tienden a ser pequeñas y fáciles de manejar en tiempos normales. Pero ahora, el efecto incentivador del sistema es pequeño, mientras que los efectos distributivos son enormes. A corto plazo, consumidores y pequeñas empresas deberán bajar el termostato durante el invierno y subirlo durante el verano; pero planificar e implementar inversiones integrales para el ahorro de energía lleva tiempo.

Felizmente, hay un sistema más simple —que algunos países ya tienen en estudio, y que otros ya están implementando en forma parcial— que conservaría la mayor parte de los incentivos de la fijación de precios según el coste marginal, sin los efectos distributivos. En un esquema de precios no lineal, se permitiría a hogares y empresas comprar el 90% del consumo del año pasado a los precios del año pasado, y entre el 91% y el 100% a, por ejemplo, el 150% del precio del año pasado, antes del aumento del coste marginal.

Hay muchos mercados donde la fijación no lineal de precios es inaplicable por la posibilidad de “arbitraje”—comprar un bien a precio reducido y revenderlo de inmediato a un precio mucho mayor—, pero el de la electricidad no es uno de ellos. Por eso algunos economistas (entre los que me incluyo) llevan tiempo proponiendo su uso allí donde grandes fallos del mercado provocan efectos distributivos importantes. Es una potente herramienta que los gobiernos pueden y deben usar, sobre todo frente a condiciones de tiempos de guerra.

También hay que hacer algo en relación con el gran encarecimiento de los alimentos. Después de medio siglo de pagar a los agricultores estadounidenses para que no produzcan —un viejo método para sostener los precios agrícolas—, ahora es el momento de pagarles para que produzcan más.

Cambios de esta naturaleza se han vuelto imprescindibles. Como bien entendieron los vietnamitas, las guerras no se ganan sólo en el campo de batalla, sino también en el frente político. El propósito de la Ofensiva del Tet (1968) no fue ocupar territorios, sino modificar la ecuación política de la guerra (y funcionó). Es obvio que para derrotar a Rusia es necesario proveer más ayuda a Ucrania. Pero también es necesario mejorar la respuesta económica de Occidente en un sentido más amplio. Y eso empieza con un mejor reparto de los costes, mediante impuestos a las ganancias inesperadas, controles a precios clave (por ejemplo los de la electricidad y de los alimentos) y alentando intervenciones estatales allí donde sea necesario para aliviar escaseces críticas.

El neoliberalismo, que se basa en ideas simplistas respecto de cómo deberían operar los mercados sin comprensión de cómo operan en la realidad, no ha funcionado ni siquiera en tiempos de paz. No permitamos que nos impida ganar esta guerra.

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