La testosterona y sus metáforas


Patricia Lara publicó hace unos días, en su columna de El Espectador, una conversación que habría merecido mayores discusiones, pero que en Colombia, cuya realidad inasible nos tira a la cara un problema nuevo cada doce horas, se perdió en medio de asuntos que parecen más urgentes. Su interlocutora era la periodista Alejandra de Vengoechea, y la conversación comenzaba con una frase sugerente, por decir lo menos: “¡Qué cansancio la testosterona gobernando el mundo!”. Y hacía un inventario rápido de los hombres cuyas decisiones han causado sufrimientos incontables en los últimos meses y amenazan ―éstas ya son mis palabras, no las de las periodistas― con lanzarnos a tiempos aún más oscuros, de sufrimientos aún mayores. Hamás, Putin, Netanyahu, los ayatolás de Irán: a todos estos personajes, artífices de nuestras violencias presentes, la conversación de las periodistas oponía el nombre de Jacinda Ardern, la primera ministra de Nueva Zelanda, cuyo manejo de momentos de crisis ―y tuvo varios, aun en un país alejado y pequeño: una prueba más de que ya no hay países alejados ni pequeños― nos pareció a tantos francamente maravilloso.

Me apresuro a decir que Nueva Zelanda es, en este mundo nuestro, un país ejemplar, y eso lo facilita todo: hay países, sencillamente, donde es más fácil la cordura. Sólo he estado allá una vez, en la ciudad de Wellington, pero me bastaron unos pocos días para comprender que hay algo especial en Nueva Zelanda: fue el primer país del mundo, si mal no recuerdo, en reconocer los derechos de sus pueblos aborígenes (lo hizo en el siglo XIX, cuando nadie le hubiera exigido una cosa semejante a un gobierno de colonizadores), y sus conversaciones cívicas ―en derechos de los inmigrantes, en libertad religiosa, en ecología, hasta en rugby― dejan entrever una cultura democrática envidiable. Pero eso no importa: sobre todo en tiempos de redes sociales, no hay problema pequeño ni sociedad totalmente sensata, y los que le tocaron a Jacinda Ardern ―el ataque a las mezquitas de Christchurch en 2019 y el virus de la Covid meses después― habrían supuesto un reto mayúsculo para cualquiera. Y sí: el manejo que Jacinda Ardern les dio a los dos incidentes, muy diferentes en duración y en implicaciones políticas, fue tan sensato y responsable que rápidamente surgió una conversación entre nosotros: cuando se habla de gobierno, ¿es posible que las mujeres lo hagan mejor?

Hace unos diez años, en un foro público, me atreví a sugerir que así es: que el mundo iría ligeramente mejor si mandaran las mujeres, o si mandaran con más frecuencia. Hace diez años no se había puesto de moda el feminismo oportunista o de última hora ―ni su corolario predecible: la misoginia irritada―, de manera que eso lo dije sin preocuparme por las modas. Diez años después, lo sigo pensando: al contrario de lo que dicta la historia, el poder político está mejor en manos de las mujeres. Pero no sólo el político: también el económico puede ser parte de esta conversación. Por esos días sufríamos todavía las consecuencias de la crisis de 2008, y ahora, con los elementos de que disponemos ―y tras docenas de películas, documentales, libros y artículos periodísticos que se han publicado sobre el tema―, me parece diáfano que aquella debacle tuvo mucho que ver con cierta masculinidad, o cierta forma de ejercer la masculinidad, que pasa por comportamientos de riesgo más propios de un adolescente sin córtex prefrontal. No recuerdo donde leí las declaraciones de una víctima del estafador Bernie Madoff: “No habríamos perdido todo si Bernie hubiera sido Bernadette”. La frase tiene algo de humorada, por supuesto, pero hay que mirarla de cerca.

En esos días, la crisis financiera se había llevado por delante la economía entera de Islandia, y todo el mundo sabía dónde estaban las causas: en una cultura bancaria del riesgo imprudente que quiso poner al país ―con sus 300.000 personas― a competir en el tanque de tiburones del mundo financiero. En todas partes del mundo, esta admiración de los irresponsables y de los ambiciosos, tan tristemente masculina, ha tenido consecuencias nefastas; en Islandia acabó con los tres bancos principales y lanzó al país a una catástrofe de la cual muy bien habría podido no salir nunca. No quisiera frivolizar con el asunto, pero lo que pasó entonces fue muy sencillo: las mujeres llegaron a limpiar el desorden que los hombres habían dejado. Las posiciones de poder que abandonaron los desprestigiados líderes fueron ocupadas por una generación de mujeres economistas de 40 años para arriba, y el primer ministro fue reemplazado por una mujer lesbiana que tenía entonces poco menos de 70 años: Jóhanna Sigurdadóttir.

Nuevamente: no recuerdo dónde leí (éste podría ser un artículo sobre la gente que lee demasiados periódicos y luego es incapaz de recordar de dónde salen sus informaciones) acerca de una economista que había fundado un nuevo fondo de inversión con valores distintos: prefería la prudencia al riesgo, por ejemplo, y no se avergonzaba de llevar a cabo investigaciones “emocionales” en las empresas en las que invertía. Si no recuerdo mal, hablaba de due diligence emocional: saber cómo es la cultura financiera de la compañía: mirar a la gente, no sólo sus números. Eran prácticas que tenían algo de revolucionario entonces. Pero dieron resultado: en cuestión de cinco años, Islandia había salido totalmente de la crisis. Habrá que ver qué relación directa hay entre una cosa y la otra.

Nadie me tiene que señalar la existencia de las Marine Le Pen o las Giorgia Meloni de este mundo, o de nuestras inefables representantes locales de la extrema derecha más destemplada y colérica, o del más tonto populismo de izquierda aquí y en América Latina: eso existe en todas partes. Pero no estoy seguro de que esos casos puntuales invaliden la conversación que propuso Patricia Lara. Hay formas de la irresponsabilidad hacia los otros, del riesgo inescrupuloso, de la violencia evitable, de la falta de empatía o del franco matoneo que tienen mucho que ver con cierta cultura machista, o cierto machismo cultural. Y no estoy hablando sólo de los políticos que amenazan a otro con “darle en la cara, marica”, o que le gritan a otro que “sea varón”, o que se jactan de agarrar a las mujeres por la vulva y luego son premiados con la presidencia de Estados Unidos. O tal vez sí: tal vez sí estoy hablando de ellos también, aunque esos comportamientos de patio de colegio, de aprendiz de pandillero o de acosador de vestier no pertenezcan al mismo orden de las guerras que están cambiando nuestro mundo para siempre. Pero sí es verdad que dicen mucho de nosotros y nuestras sociedades: de lo que somos, de lo que toleramos, de lo que admiramos.

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