La palanca


El maestro le dijo: si en algún momento de tu vida has sido muy feliz, debes guardar esa sensación como un tesoro en tu memoria porque un día lo vas a necesitar. Cuando creas que el embozo del edredón, subido hasta la barbilla, es la última barricada que te queda y no encuentres un resquicio de luz al fondo del túnel por el que valga la pena levantarte de la cama; cuando pienses que no es necesario seguir viviendo porque ya lo has visto todo, lo has hecho todo, has conocido a todas las personas que te tocaba conocer, inteligentes e idiotas, y que la parte más bella y dulce de tu vida ha quedado atrás para siempre, entonces recuerda alguno de los momentos en que fuiste muy feliz y apoya tu memoria, como una palanca, en esa sensación para salir del túnel y seguir adelante sabiendo que a la vuelta de la esquina te espera un nuevo placer desconocido. Así hablaba el maestro. Te preguntarás para qué se tiene uno que levantar de la cama si fuera se está produciendo un espantoso genocidio, la muerte de inocentes servida como espectáculo con todo detalle. Al final esa masacre también destruirá tu alma. Te preguntarás si puedes perder un minuto de tu vida siguiendo los enredos de la política y participar en el odio y la irresponsabilidad que los políticos usan de argamasa en sus tratos. Solo aquellos días felices te servirán de consuelo. Piensa en La Primavera de Botticelli que viste en el primer viaje a Italia, sorbe una y otra vez algún verso de Garcilaso, de Keats o de Hölderlin como un licor, recuerda aquella sobremesa con los amigos en la cala de Ibiza, recupera el viento de sal que te daba en la cara cuando a los 20 años ibas en la motocicleta a la playa con aquella chica a la espalda. Sin duda el maestro ignoraba que la felicidad produce a veces una profunda desolación. El discípulo pensó en aquello que le decía el maestro y de pronto comenzó a llorar.

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