El ‘tuit’ y el silencio


Esta columna es dos columnas: una habla de política; la otra habla de los lugares de la política. A veces parecerán la misma columna, pero no estoy seguro de que lo sean.

La columna política comienza con una modesta sugerencia. Si alguna vez le interesara a Petro saber por qué una parte de la izquierda moderada ―los que en algunas partes del mundo se llaman socialdemócratas― desconfía de él o de su figura, le bastaría remitirse a lo ocurrido en estos días: a sus reacciones o, para ser más claros, a su carencia de ellas. Yo recuerdo bien el ímpetu irreflexivo con que se lanzó a defender al peruano Pedro Castillo cuando éste trató de darse un golpe de Estado, anunciando la disolución del Congreso y declarando un estado de excepción. Castillo acabó arrestado y en la cárcel ―sí: por tratar de dar un golpe de Estado― y Petro reaccionó por Twitter diciendo que se le había conculcado “el derecho a elegir y ser elegido”. Pero hace apenas unos días, el Gobierno de Nicolás Maduro echó mano de una artimaña grosera ―y además bastante boba― para sacar a María Corina Machado de las próximas elecciones presidenciales, en las cuales tenía muchas posibilidades de ganar. El chavismo se inventó una irregularidad ridícula y el Tribunal Supremo, órgano de bolsillo del chavismo, inhabilitó a la candidata. Uno diría que no hay ejemplo más diáfano de conculcación del derecho a elegir y ser elegido. Pero el Twitter de Petro, tan rápido para denunciarlo en el caso de Perú, se quedó prudentemente callado en el de Venezuela.

No es la primera vez que al presidente lo agobia el problema del doble rasero. De hecho, el lamentable espectáculo venezolano lo deja en evidencia todos los días; y, como el Gobierno de Maduro anda en caída libre hacia la dictadura abierta, el silencio de Petro, que tan locuaz ha sido para denunciar otras cosas, se parece cada vez más a la hipocresía. Pienso en la activista Rocío San Miguel, experta en asuntos militares, que fue encarcelada hace cosa de una semana. En su deriva paranoica, el régimen de Maduro se ha inventado o ha imaginado una serie de tramas golpistas y de planes para asesinar al presidente, y las ha usado para meter a la cárcel a decenas de personas u ordenar su captura: activistas, estudiantes, periodistas, defensores de derechos humanos. Un grupo de sindicalistas, leí en alguna parte, fue condenado a 16 años de cárcel y luego liberado. El chavismo se ha inventado leyes de traición a la patria que sirven para todo lo que no le guste, y otras que castigan el odio en redes sociales (ustedes pondrán las comillas donde mejor les parezca): son todos mecanismos de represión abierta y poco sofisticada que ya no se preocupan ni siquiera por maquillar su arbitrariedad, y que desengañan a todos los que alguna vez creyeron en los acuerdos de Barbados, que en tiempo récord han quedado reducidos a papel mojado. Así es: cada semana parece menos probable que haya elecciones libres este año.

El chavismo ha entrado en una espiral temible. Después del ridículo internacional que hizo el régimen con los aspavientos alrededor del Esequibo, después de la expulsión ―lo más parecido a una pataleta― de los funcionarios de la ONU, puede venir cualquier cosa. Cualquiera que le eche una mirada a la historia de los autoritarismos sabe que así, viendo conspiraciones en todas partes e inventándose tipos penales para perseguir a los opositores, comienzan los gobiernos a encerrarse en sí mismos. Lo temible es que la Venezuela de Maduro vaya a irse por el hoyo sin fondo de la Nicaragua de Ortega: un régimen que vive ya de espaldas a eso que llamamos comunidad internacional, cada vez más aislado pero cada vez, por eso mismo, más dispuesto a hacer daño. En septiembre pasado, cuando se conmemoraban los 50 años del ataque al Palacio de La Moneda en Santiago de Chile, a algunos nos sorprendió para bien un trino en que Petro se declaraba solidario con Gioconda Belli, que acababa de sufrir una agresión más ―la confiscación de su casa después del retiro de su nacionalidad― de parte de la dictadura de matones de Daniel Ortega. Petro comparó su persecución con la que llevó a cabo Pinochet contra tantos poetas: “¡Qué paradoja!”, escribió. No sé muy bien qué haya querido decir con eso, pues paradójico no es: la persecución de los dictadores es la persecución de los dictadores, sean asesinos fascistas de manual o viejos revolucionarios convertidos en estalinistas de medio pelo. Pero está bien que Petro denuncie los desmanes de Ortega, sobre todo después de haber guardado más de un silencio lamentable sobre ellos.

De todas formas, a veces me parece que la conversación es otra, o, por lo menos, es doble: por un lado, hay que hablar de lo que un presidente tuiteó sobre otro presidente, o de lo que dejó de tuitear o de lo que retuiteó. Pero acaso deberíamos dedicar un instante a pensar en lo que dice de nosotros esta nueva y triste manera de hacer política. Media América Latina vive aferrada a lo que se dice o no se dice en las redes sociales, y el clima de la diplomacia depende de esos 280 caracteres que ―en el caso colombiano es claro― pueden echar un ciclo de noticias por la borda: igual que pasaba antes con Uribe, ahora se invierten 24 horas en comentar un trino escrito (a menudo con faltas de ortografía y casi siempre con faltas de redacción) por alguien que no se ha tomado tres minutos para medir responsablemente sus palabras. Es casi un exotismo una declaración como la que dio Pepe Mujica hace unos días, cuando vagamente reconoció que al régimen de Maduro le convenía el rótulo de dictadura. Fue una declaración más o menos espontánea, hecha en palabras más o menos casuales, pero al lado del frenesí de los presidentes tuiteros tomó un aspecto de responsabilidad de estadista.

Así se va abaratando todo. La política latinoamericana es eso: andar todos pendientes de un trino en el que se condena (o no) la deriva dictatorial de un régimen de corruptos. Andar pendientes de un comentario de barra de bar que puede definir la diplomacia entera de un país, y tener un impacto en la vida democrática del país vecino. He dicho que el silencio de Petro sobre el caso venezolano ―la inhabilitación de Machado, el encarcelamiento de San Miguel― es problemático; pero lo es sólo porque viene precedido de episodios donde, crucialmente, no hubo silencio, sino algo más parecido a la incontinencia verbal. En otras palabras: ¿recuerdan ustedes el mundo de antes, cuando el silencio o las palabras de un presidente parecían salir de una institución, no de un individuo, y de alguna meditación, no de un capricho? Estoy seguro de que antes los presidentes se equivocaban tanto como ahora, pues el suyo no ha sido nunca un trabajo fácil. Pero estoy seguro, también, de que el lugar donde se equivocaban, el escenario más o menos abstracto del debate ciudadano, era más digno de que lo tomáramos en serio.

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