El Gobierno de Sánchez, una excepción en un panorama internacional que gira a la derecha
El Gobierno de coalición de Pedro Sánchez es ahora una extraña excepción entre los de su entorno. A veces semeja una isla rodeada de partidos de derecha extrema que han roto el cordón sanitario al que durante algún tiempo les sometieron el resto de formaciones políticas. En su último mitin, Pedro Sánchez reivindicaba esa excepcionalidad (ni Bolsonaros, ni Melonis, ni otros experimentos). Hay otros casos aislados, aunque subsisten con enormes dificultades, como el tripartito alemán, y parece que pronto llegará el séptimo de caballería con los laboristas británicos. Alguien ha dicho que todos somos “fukuyamistas”, y el gran historiador Tony Judt escribió que estamos intuitivamente familiarizados con los problemas de la injusticia, la falta de equidad, la desigualdad y la inmoralidad, solo que hemos olvidado hablar de ellos: “La socialdemocracia articuló estas cuestiones en el pasado, hasta que también perdió el rumbo”.
Esta excepcionalidad del Ejecutivo progresista de Sánchez recuerda a la de los primeros gobiernos socialistas de Felipe González, que hubieron de trabajar en medio de la fuerte oleada de la revolución conservadora de Thatcher y Reagan. Entonces se demostró la imposibilidad del “keynesianismo en un solo país”, experiencia que debe ser tenida en cuenta ahora que hay que elaborar unos Presupuestos Generales del Estado y que parte de Europa aprieta para volver a la ortodoxia económica.
La presencia de esos partidos de extrema derecha ayuda a que la democracia retroceda en el mundo, aunque una de las peculiaridades de algunos de ellos (son muy heterogéneos; quizá lo que más les unifica es el nacionalismo extremo) es que se paradójicamente reivindican de la democracia. La historia muestra que es más difícil destruir una democracia que dañarla. En muchas partes, la democracia está sufriendo los embates de los gobiernos o de las oposiciones: de los primeros porque pretenden más poder, y de las últimas porque no se resignan a perder las elecciones. A principios de nuestro siglo la política mundial alcanzó un hito importante: por primera vez el número de democracias superó al de países autoritarios. Los expertos identificaron 98 países con gobiernos libres frente a los que seguían controlados por dictadores. La celebración no duró mucho porque en escasos años el avance de las libertades se fue apagando, cediendo el paso a lo que algunos denominaron una “recesión democrática”. La Gran Recesión de 2008 hizo el resto: que la economía mundial se desplomara minando la fe en la gobernanza occidental. A partir de 2019, el número de democracias había descendido a 87 y las dictaduras volvían a ser más de 90; en Occidente el liberalismo mostraba no ser capaz de enfrentarse al populismo, mientras que en Oriente todas las miradas se dirigían al meteórico ascenso de China (Los nuevos dictadores, Sergei Guriev y Daniel Treisman, Deusto).
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El planeta vive una suerte de fatiga democrática que se manifiesta con distintas formulaciones. Primero lo hizo en forma de crecimiento de la abstención (“¡Que se vayan todos!”), luego, en la aparición de partidos de izquierda radical y pronto de extrema derecha, y siempre con la emergencia de dictadores que no se parecían a los del pasado, que ganaban las elecciones para tomar el poder con nuevas formas de autoritarismo. Los autores del libro citado escriben que los antiguos dictadores como Hitler o Stalin gobernaron mediante la violencia, el terror y la dominación ideológica. Son los “dictadores del miedo”. En las últimas décadas, se ha consolidado una nueva generación de hombres fuertes que sirviéndose de poderes fácticos han rediseñado el gobierno autoritario para un mundo más sofisticado y globalmente conectado. Son los “dictadores de la manipulación”. Todos tenemos en mente sus nombres.
La fatiga democrática adquiere una creciente sensación de que los ciudadanos han perdido el control sobre las fuerzas que gobiernan sus vidas, con lo que se está destejiendo la fibra moral de la humanidad. Algunos historiadores comienzan a pensar que los retos que tenemos por delante son parecidos en su densidad a los de la primera mitad del siglo XX. Todos sabemos cómo acabó.
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