El desencanto de la izquierda


Estamos muy tristes. Lo de Gaza, la inacción climática, las elecciones gallegas nos afectan. No voy a votar en las próximas elecciones. Las calles se han perdido. Imposible salir de la precariedad. He descubierto en un libro lo que realmente soy: hedonista y nihilista. No son frases propias; se trata de expresiones que llevo escuchando desde que, hace un año y medio, me instalase en España después de haber vivido más de una década en Estados Unidos, durante la cual permanecí relativamente al margen de los vaivenes políticos ocurridos en terreno nacional. Aterricé con la mirada envuelta en una pátina de ingenuidad y una ilusión desbordante que aún conservo parcialmente y he intentado instilar entre mis vecinos y amigos. Mi retorno no está siendo un camino de rosas; aun así, me prometí no contagiarme de un desánimo que he visto aumentado en las múltiples izquierdas, transversal a las edades y clases sociales especialmente medias y bajas. ¿Qué ha ocurrido? Sigo intentando explicar un fenómeno tan complejo como ineludible, y creo, firmemente, que la respuesta no es unívoca, pero existe.

Quizá lo más relevante sea enfatizar que la izquierda, por definición, opera en un marco impropio, el neoliberalismo, desde el cual sus propuestas contradicen la mera lógica del sistema. Así, la justicia fiscal, las subidas salariales a las masas, la ecología o la protección del Estado de bienestar (sanidad, educación) se articulan como una lucha contra gigantes desalmados que son quienes realmente dirigen la desigualdad imperante y persiguen perpetuarla. Como decía Gilles Deleuze, la corporación es un espíritu, y en la sociedad de control se torna imposible ya no solo eliminarla, sino verle el rostro. En este contexto, implementar mejoras sociales adopta las dimensiones de una tarea hercúlea, puesto que hasta las herramientas más básicas —el discurso— deben ser deglutidas por los mandamientos del mercado: marketing, comunicación algorítmica y, ahora, también, los retos que plantea una inteligencia artificial que enturbiará aún más el enmarañado batiburrillo de palabra e imagen, dentro del que distinguir la verdad de la mentira será prácticamente irrealizable. Un clima de este calibre favorece la desconfianza ubicua en una ciudadanía que ha comprobado la merma de sus derechos y poder adquisitivo desde, al menos, el austericidio de la crisis de 2008. La desconfianza, como ingrediente principal del abismo, solo puede ser combatida con una transfusión ingente de confianza, y es aquí donde la honestidad cuenta más que nunca, aunque quien la ejerza precise nadar a contracorriente.

La brecha abierta por la decisión de Alberto Garzón de trabajar para la consultora Acento podría leerse desde esa desconfianza omnipresente, que se intenta mitigar a base de cuidados paliativos, no necesariamente a partir de la prevención o la cura de la enfermedad. Al antiguo ministro de Consumo le honra su renuncia a incorporarse a tal lobby, pero chirría que lo haga sin convicción y acusando de puritanismo a personas que un día se sintieron cercanas a su proyecto. Que varios miembros del grupo político que hasta hace poco lideraba, Izquierda Unida, integrado en Sumar, avisasen del error es significativo del malestar causado, completamente evitable si se considera el generoso estipendio que le corresponde durante dos años. Ni el puritanismo, creo, es tal, ni algunos argumentos esgrimidos a partir de su caso se sostienen, como que, al cuestionarse la incorporación a Acento, se restringen las salidas de la política institucional al ámbito del funcionariado, pues el problema no radica en tener o no una plaza asegurada de antemano, sino en la ruptura de promesas —según lo interpretan quienes juzgan la consultora como puerta giratoria—.

En medio de la polémica, ha emergido de ultratumba una personalidad tan carismática como la de Julio Anguita, no tanto debido a logros concretos sino, sobre todo, a la integridad del cordobés, consecuencia lógica de un hecho fundamental: lo que nos jugamos colectivamente en la llamada “batalla cultural” son unos valores que pongan contra las cuerdas el entramado neoliberal. Por eso, independientemente de Garzón, no me parece justo tachar de santurrones —término popular en redes— a quienes aún respiramos la esperanza de construir hogares, instituciones, países más amables para todos, y apreciamos ciertos principios, como la coherencia. La intolerancia a dicha injusticia se duplica, además, en cuanto que la moral se utiliza frecuentemente para recaudar votos; salvarla del mercadeo es un deber de cualquiera que ostente un cargo público, porque en la foto de un cuerpo se amalgaman los deseos de muchos.

Con el espectro ideológico a la izquierda del PSOE fragmentado, el PSOE débil, y una expansión de la sima entre sillones y gente de a pie, a veces me gustaría contemplar más santurrones, verlos proliferar en cada esquina y multiplicarse sus fieles, que el camino lo marque una moral lo más férrea posible dentro de nuestras contradicciones individuales y sistémicas; lo opuesto no sería secularización, sino adhesión acrítica a la religión que colmata casi todos los espacios: ya lo dije, neoliberalismo.

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