El debate | ¿Dónde empieza la responsabilidad política en un caso de corrupción?
El escándalo de corrupción derivado de la compra de mascarillas en plena pandemia por parte de un asesor del exministro José Luis Ábalos, el conocido como caso Koldo, ha llevado al PSOE a pedir la renuncia al escaño del antiguo dirigente, sobre quien de momento no pesa ninguna acusación. Una doctrina que abre una polémica sobre hasta dónde debe llegar la asunción de responsabilidades políticas, independientemente de la responsabilidad judicial que tenga cada caso.
Esta semana el debate cuenta con la aportación de Mercedes Cabrera —historiadora y exministra con José Luis Rodríguez Zapatero— y José María Lassalle —ensayista y ex secretario de Estado de Cultura con Mariano Rajoy—.
Responder con rapidez y con transparencia
MERCEDES CABRERA
Una pregunta fácil de enunciar, pero no de responder. Vivimos en un Estado democrático de derecho, y cabría esperar que las normas y leyes escritas ayudaran a hacerlo, y ayudan, pero no resuelven. Mucho menos ponen fin a una polémica como la que se ha desatado en torno al último caso de corrupción, el caso Koldo. Si incluso la responsabilidad penal derivada de códigos y leyes, y aplicada por los jueces, independientes, está sujeta a interpretación, como lo están las propias leyes, qué no va a decirse, discutirse y arrojarse unos a otros a la cara cuando hablamos de responsabilidad política. Porque en este caso, aunque conocemos los mecanismos por los cuales gobiernos y políticos deberían rendir cuentas, horizontal y verticalmente, en un sistema democrático, lo de la responsabilidad “política” siempre va más allá, porque remite a la siempre compleja relación entre ética y política.
Max Weber escribió en La política como vocación, en 1919, en momentos extremadamente convulsos de la recién nacida República democrática de Weimar, acerca de la ética de la convicción, la de los políticos apasionados que actúan primando sus ideales, y la ética de la responsabilidad, la de quienes lo hacen ajustándose a la realidad complicada y a las consecuencias de sus actos. No era su intención contraponer una a la otra, sino convertirlas en complementarias, junto a la mesura, la tercera de las virtudes que definirían a un “político de vocación”: el que vive para la política y no de la política.
¿Nos ayuda Max Weber a responder a la pregunta inicial? Sí, pero podemos añadir otros nombres, convertidos en clásicos por la cantidad de veces que los citamos: Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, autores de Cómo mueren las democracias. En su preocupación por la fragilidad actual de las democracias explican la importancia de dos normas no escritas, porque no es suficiente la declaración de lealtad a la Constitución: la tolerancia mutua, es decir, aceptar al adversario como competidor, siempre que respete las reglas constitucionales; y la contención institucional, es decir, evitar acciones que, si bien respetan la letra de la ley escrita, vulneran su espíritu. La defensa de la democracia, escriben en algún momento, es un “trabajo extenuante”, algo en lo que también ha insistido últimamente Timothy Snyder cuando dice que la democracia no es algo que esté ahí fuera, ajena a nosotros porque nos viene dada. No deberíamos tomarla como un sustantivo, sino como un verbo, como algo “que se hace” a diario y cuya supervivencia no está garantizada, porque es responsabilidad de todos.
¿Hace falta un viaje tan largo para responder a la pregunta? A mí sí me ha hecho falta, y lo que sigue es mi opinión. No hablo de quienes como miembros de una trama acaben teniendo que asumir responsabilidades penales, sino de la responsabilidad “política” de quienes toleraron o no vieron lo que estaba ocurriendo, cuando deberían haberlo hecho. Un “político de vocación”, como lo llamó Weber, sabe cómo asumir esa responsabilidad y cuándo debe cesar en su cargo, sin tener que esperar a la finalización de un sumario. Este Partido Socialista hizo de la lucha contra la corrupción su seña de identidad cuando llegó al poder, precisamente cuando se dilucidaba un caso de corrupción. Ahora no vale el “y tú más”, por mucho que esté cargado de razones, sino que es imprescindible responder con rapidez y con transparencia.
Pero la ética y la responsabilidad política también atañen a quienes han visto en este caso una nueva oportunidad para ajustar cuentas con un adversario al que niegan legitimidad de manera reiterada, disparando siempre cuanto más arriba mejor, para cobrarse una pieza mayor, aunque no haya fundamento para ello. Lo hacen saltándose cualquier contención verbal o institucional, y sin que cuente en su haber una asunción de responsabilidades como la que están demandando. Ahora me refiero al Partido Popular, porque para la buena salud de una democracia y para restablecer la confianza de los ciudadanos, tan importante es lo que hace, o no hace, el Gobierno, como lo que hace, o no hace, la oposición.
Dimitir para restablecer la confianza pública
JOSÉ MARÍA LASSALLE
La calidad democrática está asociada a muchas cosas. Pero una de ellas, quizá la más importante, es que el pueblo confíe en que quienes gobiernan lo hacen básicamente en su nombre y en el exclusivo provecho e interés de aquel. Una confianza que puede tener sus altibajos, pero que, en lo sustancial, no puede romperse nunca. De hecho, si lo hiciera, la democracia perdería los fundamentos de su legitimidad más esencial. Que es lo que llevó a Zygmunt Bauman a decir que vivimos una crisis de la democracia porque se ha producido en ella “un colapso de la confianza” debido a que el pueblo tiene la convicción de que sus gobernantes “son corruptos, estúpidos o incapaces”.
Esta circunstancia hace que la responsabilidad sea más necesaria que nunca. No me refiero a la que juzga penalmente los hechos que presuntamente incurren en delitos de corrupción, que para eso están los tribunales, sino a la que enjuicia en términos políticos la idoneidad de la acción de gobernar. Es cierto que muchos piensan, sobre todo ahora, que para eso están las urnas. Sin embargo, dejando de lado esta lógica tan querida por los populistas, la democracia siempre ha exigido a quien ejerce un cargo público que sea fiable y competente cuando elige qué hacer o no hacer. Especialmente, cuando selecciona a los que acompañan en el desempeño de su función al conformar, como su propio nombre indica, su personal de confianza.
Por eso, cuando irrumpen circunstancias que comprometen la fiabilidad de esa elección, al alto cargo no le queda otra que asumir su responsabilidad política y restablecer la confianza pública puesta en su persona con su dimisión. Una responsabilidad que no acredita su inocencia, sino que repara su incompetencia en el ejercicio de su capacidad electiva. Un crédito que no es salvable apelando a su conciencia y su honorabilidad, sino asumiendo las consecuencias de su error de confianza. Algo que no se sustancia en los tribunales porque no compromete su inocencia, sino ante la opinión pública, que exige que el político sea especialmente responsable sobre la delegación que se desprende del ejercicio de su cargo.
No cabe duda de que esta confianza puede ser traicionada sin que la víctima sea responsable jurídicamente. Pero eso no le exime tampoco de que no le sea exigible políticamente una responsabilidad en el nombramiento de un corrupto de su confianza. Por ello, Francisco Tomás y Valiente era contundente cuando afirmaba que “el político es responsable por omisiones o negligencias cometidas in eligendo o in vigilando. En democracia no es solo penalmente culpable el autor, sino que también es políticamente responsable quien confió en él, quien pudiendo y debiendo vigilarlo no lo vigiló”.
Claro que hablamos de otra época como decíamos al principio. De una democracia liberal que todavía era plena formal y materialmente. Un tiempo en el que las instituciones y quienes las representaban trataban de estar a la altura de las circunstancias. Tanto que velaban por no empañar su fiabilidad, pues si esta se rompía, incluso por hechos no directamente imputables a ellos, asumían políticamente su responsabilidad restableciendo la confianza puesta en ellos con su sacrificio. Que es, recordemos, lo que hizo aquel Willy Brandt que dimitió como canciller de Alemania en plena Guerra Fría porque uno de sus asistentes personales, Günter Guillaume, era un espía comunista. Es cierto que luego siguió como diputado y presidente del SPD, pero porque su responsabilidad política había sido reparada con la renuncia al puesto de canciller en el que había fallado. Una responsabilidad que se agotaba ahí y que no le desacreditó para seguir siendo político. Entre otras cosas, porque su renuncia lo enalteció al anteponer la ética que acompaña el desempeño falible o infalible de la competencia política, a su continuidad en el cargo. Algo, sin duda, demasiado sutil hoy en día, cuando el populismo ha intoxicado nuestras democracias.
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