El camino a la ignominia empieza en Atocha
Lo que el historiador Christopher Clark hizo en Sonámbulos (Galaxia Gutenberg), el célebre libro que publicó hace unos años y donde reconstruyó cómo Europa se precipitó en la guerra de 1914, fue ocuparse precisamente de ese cómo. Explicaba ahí que desde el presente lo habitual es mirar hacia atrás y entender que cuanto ocurrió en el pasado solo podía conducirnos al punto en el que estamos hoy. Y no es verdad. Explica Clark que esto suele suceder sobre todo con catástrofes como la de la Primera Guerra Mundial. “Lo vemos en las cartas, en los discursos y en las memorias de los principales protagonistas”, escribe, “quienes se apresuran a subrayar que no había alternativa al camino que se tomó, que la guerra era inevitable, y por tanto que nadie tenía la facultad de prevenirla”. Lo que viene después es el reparto de responsabilidades —o, si se prefiere, el señalamiento de los culpables—: fueron estos Estados o aquellos políticos, se trató del propio sistema que estaba hecho para producir guerras o, en fin, cosa del Destino o de la Historia (con mayúsculas).
El cómo, he ahí una oportuna invitación para evitarse los caminos fáciles y las conclusiones precipitadas. O, simplemente, para no tragarse la versión que siempre escriben los vencedores. No es verdad que las grandes democracias de Francia y Gran Bretaña se unieran entonces para frenar el expansionismo del imperio alemán. No, no fue solo eso. Tampoco es cierto que los grandes protagonistas del desastre tuvieran claras las líneas maestras de sus respectivos proyectos, ni que los centros de decisión fueran compactos y remaran en la misma dirección.
Clark señala que “las estructuras ejecutivas de las que salían las políticas distaban mucho de estar unificadas”. Y apunta: “Los alineamientos entre facciones, las fricciones entre cometidos en el seno del gobierno, las restricciones económicas o financieras y la química voluble de la opinión pública ejercían una presión sobre los procesos de toma de decisiones que variaba constantemente”. Exactamente como ocurre ahora. Solemos contarnos una historia de blancos y negros y, de ahí, solo puede barruntarse un escenario apocalíptico. Pero los matices existen, y el ruido interno, y siempre hay margen de maniobra (a veces, pequeño).
Al describir el cómo de aquellos años en que se iba gestando la tragedia, Clark habla de un “caos de voces enfrentadas”. Y luego se ocupa también de la mentalidad de la época, de ese “tejido de supuestos tácitos” que al final determina “las posturas y la conducta tanto de los estadistas y los legisladores como de los publicistas”. Y dice: “En este ámbito podemos distinguir tal vez una creciente disposición para la guerra en toda Europa, en especial, dentro de las élites ilustradas”. No es que pensaran tanto en “llamadas sanguinarias a la violencia contra otro Estado”, sino más bien en una suerte de “patriotismo defensivo”.
En fin, el cómo: engordaban un furioso nacionalismo contra los demás, convertían en monstruos a sus adversarios, le daban alas al miedo, dibujaban marcos terroríficos para afianzar sus respectivos poderes. Nada muy diferente, con sus diferencias, de lo que ocurre ahora. Esto no quiere decir que el horizonte al que nos dirigimos sea el de una guerra. Lo que es indiscutible es que hemos tomado el camino a la ignominia. No hace falta más que levantar la mirada: 20 años después, los principales partidos (y los otros) han sido incapaces de arropar juntos a las víctimas del terrible atentado yihadista del 11 de marzo de 2004.
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