Carabela
Una de las muchas cosas que me fastidian en el impúdico concubinato político promovido por Pedro Sánchez para eternizarse en el poder pese a tener menos votos que la oposición es el remoquete de “Gobierno Frankenstein” que habitualmente se le dedica. En su origen, ese apodo se refiere a la combinación de elementos aparentemente incompatibles que acaban formando un monstruo repulsivo… ¡Pero vivo! En tal sentido no está mal traído, aunque subleva a quienes sentimos ya no simpatía, sino auténtico afecto por la criatura artificial. En las películas, la humanidad terrible y lastimosa del gran Boris Karloff le hace merecer nuestra empatía, aunque también nos repela. Y en la novela de Mary Shelley nos conquista, con una sola frase, su respuesta a los reproches del doctor descontento con su conducta: “soy malo porque soy desgraciado”. Para aprender moral, hay que empezar por escuchar al monstruo. Sin embargo, oyendo a Sánchez y su patulea sólo se aprenden inmoralidades.
Hace unos días mi amiga Maite Pagaza me señaló una semejanza más soportable para categorizar al sanchismo. Me dijo que funciona como una carabela portuguesa. Este invertebrado marino (Physalia physalis) es una falsa medusa, un conglomerado de organismos viscosos que se unen indisolublemente para sobrevivir, bajo una vela común por la que el viento les hace navegar. Pero no sólo comparten arboladura, sino también unos finos tentáculos, que pueden llegar a medir hasta 50 metros, y con los que descargan el veneno que aleja a cuanto creen amenazador. Este verano esas carabelas nos han amargado días de baño en La Concha y Ondarreta. Todo encaja: minúsculas por separado, sin verdadera entidad propia, arrastradas hacia donde el viento sople, con un colorido engañoso que atrae a los incautos, y tóxicas, sobre todo tóxicas, envenenadoras de cuanto se les acerca. Puro sanchismo navegante, no me lo nieguen.
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