Leonor y la senda constitucional
El 10 de marzo de 1820, Fernando VII dirigió un manifiesto “a la Nación”. Empujado por el pronunciamiento de Riego en Cabezas de San Juan, asumía la Constitución de 1812. “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”… Arrancaba entonces lo que hoy llamamos Trienio Liberal. Fernando VII convocó elecciones a Cortes y en su sesión inaugural juró la “ley preciosa”. Así lo recogió el Trágala, perro, canción popular que, junto al Himno de Riego, sobrevivió más de un siglo en el imaginario de las izquierdas. Si una llegó a convertirse en himno nacional durante la Segunda República, la otra fue himno de guerra en 1936.
El juramento de Fernando VII, condescendiente y traicionero, tuvo poco recorrido. En apenas tres años, retornó al absolutismo y derogó de nuevo la Pepa. Pero el empuje del liberalismo ya no dejó espacio para una nueva marcha atrás. La caída definitiva del Antiguo Régimen convirtió las Cortes y las Constituciones en realidades cotidianas. En esa cotidianeidad, los juramentos reales pasaron a ser parte fundamental del ceremonial iniciático de los reinados. Juraron dos reyes niños al alcanzar una temprana mayoría de edad decidida por las Cortes: Isabel II, a los 13 años; su nieto, Alfonso XIII, a los 16. Juraron las dos reinas regentes, ambas de nombre María Cristina, y también Amadeo I de Saboya, rey fugaz de nueva dinastía. No lo hicieron, en cambio, Alfonso XII y Juan Carlos I, proclamados antes de que se gestasen las Constituciones de sus respectivos mandatos, las más longevas hasta el momento.
Los últimos juramentos constitucionales los protagonizó Felipe VI. En 1986, al cumplir la mayoría de edad; en 2014, al ser proclamado rey ante las Cortes. Durante las últimas semanas, ambas ceremonias, en especial la primera, han aparecido con frecuencia en los medios. La expectación ante la mayoría de edad de la princesa Leonor y su juramento constitucional ha despertado la curiosidad por este acto y sus significados. Aunque la expectación, en realidad, gira en torno a la Princesa, su presente y, sobre todo, su futuro. ¿Cómo es? ¿Cómo se comportará? ¿Llegará a ser reina? Si lo es, ¿cómo será su reinado?
Y es que, como escribía en este diario Berna González Harbour, Leonor de Borbón Ortiz es una prometedora página en blanco. Una joven, una incógnita, un principio, una historia por escribir. Por ello, para muchos, promesa y esperanza. Quizás eso explique la abundancia de artículos donde se entrecruzan cierto tono rosa complaciente, dosis de aire institucional, mirada especulativa hacia el futuro y repaso entre crítico y elogioso del pasado.
Esa sensación de principio donde todo puede ser (y, si todo puede ser, ¿por qué no ha de ser lo que a uno le gustaría?) no es novedosa. Isabel II fue promesa de cambio para los liberales que apoyaron a su madre frente al carlismo. El cronista Juan Pérez de Guzmán se preguntó si Alfonso XIII sería “ese Rey de regeneración y justicia, apetecido, implorado por las conciencias”. Hasta Fernando VII, antes de ser el Felón, fue el Deseado. Pero la esperanza de futuro de la página en blanco no es eterna y no siempre las esperanzas se ven colmadas. Así, el Deseado se convirtió en el Felón, o Isabel II y Alfonso XIII murieron en el exilio.
Aunque en la historia de la princesa de Asturias no faltan las voces críticas. Estos días también han tenido eco las que se preguntan si es congruente el dúo democracia/monarquía. Si ciudadanos y ciudadanas son iguales, ¿por qué una persona en concreto ha de reinar sin que nadie la elija? ¿Por qué esa persona es inviolable y no está sujeta a responsabilidad? El juramento de Leonor de Borbón Ortiz simboliza la continuidad del sistema al garantizar un recambio inmediato si el Rey muere o abdica. El rechazo a esa continuidad es la razón aducida por los partidos nacionalistas, incluido el PNV, y parte de los situados a la izquierda del PSOE, para justificar su ausencia del acto, visibilizando una crítica, al menos en teoría, compartida por sus votantes.
Esa crítica y su visibilidad sí son novedosas. Solo Francesc Vicens, único diputado de ERC en 1986, no acudió al juramento del príncipe Felipe. “Estoy tan ocupado con el trabajo político serio que no pienso asistir a un acto protocolario”, argumentó. Entonces, al contrario que sus homólogos actuales, sí acudieron el presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, y el lehendakari José Antonio Ardanza.
En estos 37 años han cambiado otras cosas, por ejemplo, la presencia de la extrema derecha. Si en 1986 no tenía escaños, hoy cuenta con 33. Su defensa a ultranza de la Monarquía se apoya en vestigios tradicionalistas, como el linaje o un nacionalismo esencialista, que diluyen su perfil democrático. Flaco favor le hacen también sus interpelaciones al Rey para que se inmiscuya en política, como en octubre de 2017 o su presión contra la designación de Pedro Sánchez como candidato. Como ultras de un equipo de fútbol, pasan de la exaltación al linchamiento. De vestirse de verde materializando el acróstico “¡Viva el rey de España!”, a convertir “Felpudo VI” en tendencia tuitera cuando el Monarca propuso al presidente en funciones para la investidura.
En el último sondeo de calado sobre la Monarquía, realizado por 40dB. en 2021, casi el 40% de las personas encuestadas se manifestaba a favor de la república, frente al 31% que optaban por la Monarquía y alrededor del 30% que no votarían, lo harían en blanco o no sabían. Aunque el republicanismo en España, al menos mientras no se materialice, semeja vivirse como un ideal, la promesa de una transformación profunda. Un deseo difuso sin diseño definido, que, en la práctica, no parece haber prisa en materializar mientras no aparezca un motivo urgente.
Pero si España no es país de monárquicos, sí lo es de constitucionalistas. Desde la Transición, el grueso de la ciudadanía identifica Constitución con democracia, aunque opine que la Constitución necesita una actualización y que la democracia tiene margen de mejora. Reforzar su papel institucional, su neutralidad y su constitucionalismo es el mejor camino de la Monarquía para garantizar su continuidad. Su utilidad democrática es su principal aval, el único importante y del que depende su supervivencia. La buena imagen de los monarcas puede contribuir, pero los personalismos son un arma de doble filo, como prueba la caída en picado del juancarlismo tras los escándalos del rey emérito.
Desde esta perspectiva, es una buena noticia que el juramento de la princesa de Asturias siga el diseño que Gregorio Peces-Barba preparó para el de su padre, que subrayaba la importancia de las Cortes y la neutralidad del heredero, vestido de civil y sin crucifijos en el ceremonial. Porque “el Príncipe no juraba como creyente, sino como ciudadano” de un Estado no confesional. También es buena noticia la principal diferencia: la ausencia de familiares más allá de los Reyes y la infanta Sofía. La presencia nutrida de miembros de la familia extensa de Felipe de Borbón subrayó en exceso la importancia del linaje en aquel acto. Por el contrario, las ausencias en el juramento de la Princesa ponen el foco en la Constitución como única fuente de legitimidad.
Si la Monarquía ha de sobrevivir, debe ser democrática y seguir como único camino posible la senda constitucional.
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